Con la cara en el candelero
A los artistas del muro nos ha costado decenios tomar la calle para la realización de un arte para todos. Colmamos de murales la calle, esa unidad mínima del barrio, de la ciudad, para despertar un diálogo colectivo, para hacer del arte un ejercicio de comunidad. Pintamos para conocer a la gente y para que nos conozcan a nosotros. La tarea, que comparto con muchos compañeros, de liberar los espacios públicos para el arte desemboca en el conocimiento mutuo de todos los que habitamos esa calle, ese barrio, esa ciudad.
Quizás por ello, o por puro placer, me demoro obsesivamente en la pintura de rostros y medios cuerpos. Rostros que significan algo más que ellos mismos. No voy en busca de una interioridad o una individualidad. Que cada rostro me sea toda una cultura. Que cada retrato diga de todas las personas del mundo al que pertenece, que vive, que nutre. En Europa pinto mulatos, indios y gentes del caribe con el afán de aquel que iba con un ladrillo de su casa bajo el brazo para mostrarlo a todos. En mi tierra mis retratos son ficciones en las que quiero atrapar la inabarcable naturaleza del mundo americano. No lo consigo nunca del todo, y acabo inventando una Latinoamérica propia, mía, esa tan lejana y tan cercana, incontenible y a la que llevo siempre en el bolsillo donde quiera que vaya. Pinto caras con los colores de la candela y con el corazón enfabulado de recuerdos, el cerebro activo para la invención y el puño, alguna vez cerrado, abierto ahora para tomar los colores y los pinceles.
Pablo Riesco, el Kalaka
Barcelona, marzo de 2010.
Del dibujo en la servilleta al mural monumental, Kalaka ha desarrollado una estética personal de las culturas latinoamericanas. Pero no a través de sus rasgos específicos, sino por medio de una sensibilización alegórica hacia sus realidades sociales, su vida cotidiana, su ser “desde abajo”. Sus telas y murales evidencian una influencia sumamente reflexiva y redimensionada de elementos cruciales de nuestra visualidad. De la pintura barroca colonial, del muralismo mexicano y de diversas estéticas del cómic o historieta, entre otras, toma ciertas herramientas técnicas, expresivas e iconográficas con una intención democratizante del mensaje y del lenguaje pictórico expresionista. Su expresionismo no pretende expresar una interioridad sino hacerse vehículo de una diversidad de culturas interpretadas desde su entrañada distancia geográfica. Insiste en que no se trata de retratos, sino de identidades colectivas.
En esta muestra exhibe un conjunto de telas que en el paso de los últimos años ha evidenciado su acercamiento a las búsquedas del color, quizá de inspiración fauvista, como un nuevo material simbólico para expresar una vitalidad de tales identidades, como vemos en la serie más reciente titulada Rostros candela. Los murales en sala, pintados paulatinamente durante las primeras semanas de la exposición, resultan una estrategia para no encerrar en el mural terminado el proceso creativo, que es su fundamento; tratándose de un arte esencialmente efímero y callejero. No ha querido encerrarse en el espacio museístico como la máscara indígena en el Museo Antropológico: silenciada por la extracción de su contexto. Ha querido, más bien, dar cuenta en sala de lo que en la calle adquiere verdadero sentido, pero problematizándolo, insistiendo en la visibilización del ropaje manchado del pintor de murales que se presenta en el espacio, cual obrero de la imagen que es.
Inspirado así en la poética social del muralismo moderno, demuestra un desarrollo imaginativo de la identidad latinoamericana por medio de iconografías personales de lo popular. Interpretaciones pictóricas y semánticas (por medio de letreros y signos) de lo caótico urbano, de lo calido y lo frío de la ciudad, de la jerga callejera y cotidiana, como especificidad vivida de lo latinoamericano y como parte de su guerrilla visual antihegemónica. Sus personajes abordan naturalmente la cotidianidad del ser popular y urbano desde sus propias semblanzas y códigos, desde una crónica visual que resquebraja los exotismos, por ejemplo, cuando sus campesinos y matronas se confunden con las tribus urbanas de la rebeldía contracultural contemporánea. En una lucha por la defensa de la diversidad, sus rostros surgen desgarradoramente del afroamericano, el indígena y el mestizo, evidenciando sus luchas históricas y cuestionando sus estereotipos foráneos. La música caribeña, las devociones populares, la santería Yoruba, la abuela campesina, se hacen formas que evidencian nuestras profundas hibridaciones culturales. Aché por eso.
En Cataluña, que se entiende a sí misma como una nación, se promueve muchísimo eso que llaman asociacionismo. Dicho de otro modo, que la sociedad civil se organice de acuerdo a sus intereses, placeres, preocupaciones.
El formato asociación cultural permite desarrollar nuestros proyectos de una manera organizada, y nos sitúa en el mapa político y cultural de la ciudad y de Europa. Somos Asociación: existimos. Podemos desarrollar proyectos y solicitar subvenciones y en definitiva, podemos actuar.
Somos un grupo de artistas venidos de muy distintas escuelas: de Disney al graffiti, de la ilustración a la pintura de caballete. Nos une la vocación muralista, y como entidad nos mueve la necesidad de convertir esa vocación en una herramienta sostenible para la transformación social.
En Europa están cambiando los paradigmas: los extranjeros, llamados aquí muy intencionalmente “inmigrantes”, ya no somos aves extrañas que van de paso. Abrumamos las aulas y las calles de algunos barrios, nos empadronamos, convivimos. Y ello aún genera roces y conflictos. Las costumbres foráneas, en ocasiones chocantes, atemorizan a los nativos. Empiezan las refriegas, las quejas a los ayuntamientos y llamadas a la policía. Los jóvenes de la periferia se ven desprovistos de ofertas para ocupar su tiempo libre. El vacío y la desmotivación es la pobreza de Europa. Y toda forma de pobreza es, lo sabemos, violencia. Empieza a tomarse en serio la figura del trabajador social de calle. El graffitti se convierte en una de las opciones más inmediatas de cultura urbana para los muchachos más activos y motivados. En muchos casos, un graffiti estrecho de horizontes y criminalizado.
En este contexto, La Kasa quiere ofrecer herramientas que van a caballo entre el arte y la dinamización social. Queremos dar a la calle un arte que sea responsable y válido como ejercicio de arte, pero convirtiendo el proceso de creación en experiencia para los jóvenes y los no tan jóvenes. Arte para desarrollar la sensibilidad, arte para mejorar la ciudad.
En poco más de un año hemos realizado acciones artísticas con grupos de africanos en busca de regularizar su situación legal, con jóvenes y adolescentes de Barcelona y otras ciudades de España. Hemos pintado con discapacitados psíquicos. Hemos viajado a los bordes de Paris para realizar murales en una escuela y allí han pintado chicos de Senegal, Mali, Marruecos, Argentina, Vietnam y Francia. Hemos ido a Lindau, una hermosa ciudad de la Baviera Alemana en la que tampoco faltaron niños y jóvenes de todas partes del mundo con urgentes necesidades. Nuevamente, el mural era el catalizador y el puente para el encuentro.
Queremos que los artistas trabajen con la gente y que la gente se encuentre con los artistas y compartan el andamio, los pinceles, y los pigmentos. Que sea el arte para todos. Para todos todo.
Griselda Fernández.
Vicepresidente de la Asociación de Artistas Visuales La Kasa Para La Raza